La banda inglesa liderada por Robert Smith recorrió más de 40 años de carrera en su emocionante regreso al país con un set plagado de hits para almas oscuras y sensibles.

Diez años pasaron del último show de The Cure en la Argentina, aquel 12 de abril de 2013, donde por fin saldaron con su público el caos que fueron sus presentaciones en el estadio de Ferro en 1987. Ahora, el conjunto inglés liderado por Robert Smith volvió al país en el marco de la segunda edición del festival Primavera Sound Buenos Aires y, como no podía ser de otra manera, fue una noche mágica repleta de nostalgia y emoción.

Pasadas las diez de la noche, el conjunto oriundo de Crawley, al sur del Reino Unido, irrumpió en el escenario Heineken encolumnados detrás de la presencia tímida de Smith. Con el maquillaje corrido y la luz tenue que lo caracteriza, el líder de la banda salió a escena y se llevó la ovación del público mientras vestía una remera con el Sol de Mayo dibujado en el medio, aunque con detalle en particular: el sol tenía su boca pintada con labial de la misma forma que el vocalista. Una demostración de afecto con el público argentino que perduraría a lo largo de las dos horas y media del show.

Sin mayores sorpresas, el set que el grupo llevó adelante no distó mucho del que hicieron en otros países de su gira latinoamericana. A través de un total de 27 canciones con dos bises al final, The Cure introdujo a la audiencia a un viaje a través del tiempo y de su discografía, marcada por himnos ochenteros, baladas confesionales y otras tantas composiciones desgarradoras producto del corazón frágil y sensible de Robert Smith, un frontman cuyas interacciones con el público fueron pocas pero algunas sonrisas cómplices bastaron para dar cuenta que él también la estaba pasando increíble.

Introducidos por unos ecos ensordecedores y ruidos de truenos, la banda arrancó su presentación con “Alone”, a la que le siguió “Pictures of You”, y así asentaron el clima ideal para los corazones abatidos y los nostálgicos empedernidos. La voz de Robert parece inmutable al paso del tiempo y se amalgama a la perfección con el motor musical y avasallante formado por Reeves Gabrels en guitarra, Mike Lord en los teclados reemplazando a Roger O’Donnell, Simon Gallup en bajo -que además usó una musculosa de Buenos Aires- y Jason Cooper en batería. 

La banda recorrió cada uno de sus discos de estudio, pasando por clásicos como “In Between Days” y “Lovesong”, aunque también se permitieron zapar por varios minutos y hacer versiones voladas de temas como “Endsong” y “A Forest”. En la recta final de su show realizaron dos bises que sirvieron también como un respiro para el público después de dos horas ininterrumpidas de recital. En el primero, conformado por canciones dramáticas y desoladoras como “It Can Never Be the Same” y “Disintegration”, Smith reapareció enérgico y ampuloso, sintiendo cada verso que cantó. En el segundo, se encaminó el desenlace de la noche con algunos de los mayores hits de la banda coreados por todo el público: “Friday, I’m in Love”, “Close to Me” y el cierre fenomenal con “Boys Don’t Cry”.

Padres con sus hijos subidos a los hombros, jóvenes enamorados viviendo el presente, familias aunadas por un gusto en común, amigos reencontrados después de años reviviendo el fulgor de la juventud. A todos ellos Robert les habló y, con las manos en el pecho y los ojos brillosos por una emoción palpable, les prometió volver. La última vez que lo hizo se demoró diez años en venir. Ojalá esta vez no sea tanto.