‘La escuela de canto’ (2022) es la última novela de la escritora inglesa Nell Leyshon, editada este año en la Argentina por Sexto Piso, con traducción de Mariano Peyrou.

Las historias de los self made man se espectacularizan periódicamente y pregnan, con el automatismo de lo habitual, en el sentido común. La literatura fue el soporte predilecto para la construcción de los caminos tanto de héroes como de plebeyos que se enfrentan a sus situaciones y logran torcer sus destinos hacia nuevos estatus. Estos giros nunca ocurren sin cuotas de meritocracia y osadía. Tal vez sean estos últimos condimentos los que ayudan a cuajar en el imaginario colectivo la idea de que los deseos albergan, sacrificio mediante, las posibilidades de su concreción. Las coyunturas, los soportes y los registros cambian, el argumento queda. Pensemos en Ulises, quien quiere ser otro y volver a Ítaca. O en el medieval Lazarillo de Tormes y sus reclamos sociales, pasando por ejemplos contemporáneos y complejizados como El Gran Gatsby, hasta el cinematográfico sueño americano al que se arroja Rocky Balboa. ‘La Escuela de canto’ es subsidiaria, a su modo, de estos argumentos.

La obra transcurre en la segunda mitad del siglo XVI. La protagonista es Ellyn, hija de campesinos pobres que transita el final de la niñez tironeada por la vida adulta. La trama avanza en torno a la tortuosa concreción de su deseo de cultivar un talento recién descubierto: el canto, que a la vez sería una puerta de entrada (o salida) hacia otra realidad.

La escuela de canto

A partir de allí, se pondrá en evidencia el desencanto hacia una sociedad que tiene poco y nada que ofrecer a las mujeres ―sobre todo a las pobres―. Y este es el principal conflicto. La escuela de canto, que es un convento, no admite mujeres. Si quiere cantar, Ellyn deberá transformarse. Se evidencia que ese cambio va más allá del disfraz. La transformación incluye educación y a la vez penurias. 

Sería irresponsable trazar a la liviana un paralelismo entre el siglo XVI y la actualidad. Incluso hoy mismo abruma la complejidad de traspolar indicadores económicos y sociales entre las distintas regiones del planeta. Pero en líneas generales, sabemos que en el mundo, ya se lo mire con lupa, ya con binoculares, el poder se divide de manera asimétrica desde los confines de los tiempos. 

Algunos datos rápidamente accesibles: promediando el segundo milenio de la era cristiana, se estima que sólo alrededor del once por ciento de la población sabía leer y escribir, porcentaje que incluía casi exclusivamente a hombres; el nivel de acceso a los bienes de consumo, o la cantidad las posesiones de una persona del pueblo o del campo, no podrían medirse con los estándares actuales. La gente tendía a vivir y morir en el mismo lugar en el que nacía, salvo que alguna guerra o hambruna la obligara a migrar. Dicho de otra manera, los ideales occidentales actuales de realización personal no estaban en los horizontes de posibilidad de los habitantes del mil quinientos. Tal vez ni siquiera en un sueño extraño. 

A la luz de lo dicho, podríamos vernos tentados ―pero nos abstenemos― de inscribir ciertos rastros de esta novela en la categoría de lo maravilloso. Pero sí se detecta cierto tinte sobrenatural latente, enredado en los resortes de lo real de la historia, que puede adjudicarse al conocimiento cotidiano de la época. Algo de esto sostiene el verosímil de la proeza de Ellyn. 

Además, la historia apela a clivajes arraigados en nuestra lectura de lo social: los pobres no pueden. Y, sobre todo, las mujeres no pueden. El sesgo y la falsa inmanencia de estas suposiciones generan una incomodidad que ayuda a empujar el relato.

Ahora bien, creemos que las claves que nos atan a la historia pueden rastrearse en el registro, el tono, y el clima. Estos elementos se despliegan en un arco narrativo que va desde un germinal reconocimiento por parte de Ellyn del contexto y de su propia ubicación en él, para pasar a la toma de conciencia de su destino y luego extenderse en su lucha por cambiar el rumbo. Lo que cautiva es el punto de vista de la historia.    

Narrado en primera persona y en tiempo presente por su protagonista, el relato nos sume en un efecto de extrañamiento. El registro emula el monólogo interno de Ellyn, con un habla limitada propia del entorno tan precario como brutal que le tocó en suerte. Lo inmediato:  un padre postrado en una cama que ve limitado su sempiterno mandato de jefe de familia. Una madre ya atrincherada en lo dado. Un hermano que libra su brutalidad sin freno. Hambre. Silencio pese al ruido, y una hermana recién nacida. La escena que abre la novela: “estoy tumbada encima del heno que huele dulce y al final de verano escucho y vuelve el lloro así que aparto la manta de lana y repto […] madre dice mira lo que ha llegado durante la noche”.

La evolución de este registro corre junto a la historia. Desde la inicial escasez de recursos con la que piensa y se expresa ―se omite la puntuación, que se repone con cierto ritmo poético en la prosa― hasta una expresión más locuaz hacia el final que denota un pensamiento robusto y mejor ordenado lógicamente, consistente con su desarrollo personal. Las peripecias fortificarán la voz interna de Ellyn.

La obra logra con gran pericia la construcción de esa voz propia que crece con la vida de Ellyn y da vida a la historia. Una voz que narra. Pero también se nos muestra una voz que aprende a narrar. A narrarse.

Destaquemos otro puntal de esta historia. Cuando Ellyn parece flaquear, surge en sus ensoñaciones su hermana Agnes, quien encarna el destinatario de su legado: “Y quiero todo también para ti. Quiero levantarte y sacarte del barro. Hay tantas cosas que ver y oír en el mundo. Tanto que decir.”. Se puede hablar entonces de una conciencia cada vez más plena de sus acciones y consecuencias.

Algo del presente remoto de Ellyn resuena en nuestra propia realidad. No hay paralelismos directos, no obstante nos sensibilizamos. Empatizamos. Con otros niveles de complejidad y alienación, los obstáculos y las imposiciones sociales sobreviven.

Desde hace al menos dos mil años sabemos que el giro trágico en las narraciones nos mueve a la catarsis. En esta obra, el tono íntimo y despojado del relato de Ellyn nos invita a cobijarnos junto a ella en los descansos de su viaje de transformación. “Vuelvo al lugar del que vine pero no soy la misma”.

FUENTE: CONTINUIDADDELOSLIBROS