Por Carlos María Romero Sosa

Prosa ediciones. 74 páginas.

En el mundo moderno, que obliga al hombre a correr sin descanso de una actividad a la otra, hasta el punto de acostumbrarlo a la falta de sosiego, cada vez es menos frecuente encontrar la disposición al silencio y a la introspección. Puede que para el cristiano, y más si es poeta, sea aun un ejercicio rutinario. Pero incluso para éste puede haber ocasiones en que esa revisión tenga un mayor aliento. Algo de esto último se percibe en este nuevo poemario de Carlos María Romero Sosa, Fantasmas de otoño, en el que tiene que haber gravitado sobre el autor el paso de los años, si bien, cabría decir, de un modo prematuro.

Lo sugiere el título, por supuesto, con la figura del otoño de la vida, y lo ratifica el tono general, sombrío, de los versos que compone Sosa, donde “se asoma a sí mismo sin reconocerse”, tras despojarse de excusas y de falsos cumplidos ajenos.

El motivo de tal meditación acaso se encuentre en dos poemas en particular, “Cambio de década” y “Dilemas inconducentes”, donde el propio autor alude a sus setenta años. O, tal vez, en ese otro donde se confiesa “golpeado” por la muerte de un poeta. “Aguijón impiadoso” que evoca la propia finitud. Sea como fuere, para el cristiano no hay edad para ajustar cuentas consigo mismo.

En este viaje introspectivo, íntimo, que así se inicia, entre sonetos, versos libres, epigramas, coplas, villancicos y hasta un haiku, afloran angustias, nostalgias y reminiscencias varias, mientras el poeta va considerando su propia vida en la presencia de Dios. “Epifanía de recuerdos que afloran en el alma como una melodía al leer su partitura”, como dirá Sosa en “Tierra incógnita”, un poema en el que habla de la “aventura de mejor conocerme”, que emprende, según dice, “en un regreso a Dios que todo lo conoce menos el riesgo”.

En el camino asoman recuerdos infantiles, la pena del primer desamor o el río Vaqueros donde su padre hacía equilibrio entre las piedras. Pero en ese caleidoscopio de imágenes aparecen además su admiración por Sartre y su identificación juvenil con figuras como Camilo Torres o el Che Guevara, cuya muerte, admite, lo sumió en duelo. Y también, claro, cavilaciones sobre el amor, la soledad, el oficio de la escritura y la preocupación por los contrastes sociales que ofrece la calle, donde un mendigo de ropa raída tirita delante de modistas exclusivos.

No falta la hondura en la mirada ni la honestidad sin poses ni pretextos, con un fondo religioso que se expresa, a veces, en la salida de una Misa o en una oración de rodillas.

La indagación personal es un claro intento por conjurar aquellos fantasmas del título, “aligerar en inocencia” la carga del pecado, para retomar el rumbo hacia “el norte magnético” al que apunta su brújula.

Sosa, poeta, ensayista y crítico literario, que escribió en el suplemento cultural de este diario, donde algunos de sus textos aun siguen apareciendo de vez en cuando, entrega casi medio centenar de poemas, escritos en diferentes estaciones del año, agrupados en tres sectores temáticos: el primero sin título, y los dos siguientes llamados “testimonios cristianos” y “trebolar”.

Dice Fernando Sánchez Zinny, en la contratapa del libro, que Sosa “transita desde hace años por una galería en la que lo miran rostros y esperanzas inmortales”. Este poemario es, en efecto, la expresión de una lucha interior esperanzada. Si por momentos resulta oscuro, triste, desanimado, si la fe vacila, su secreto es, dice, que conserva la esperanza que va “vertiendo su agua en la sed y en la herida”.