Por Natalia Sanmartín Fenollera
Planeta. Edición digital.

Siete años después de su celebrada novela El despertar de la señorita Prim, debut literario que cautivó al mundo, la periodista y escritora española Natalia Sanmartín Fenollera vuelve con un exquisito cuento que, como su obra anterior, gira también en torno a la fe.

Se trata de Un cuento de Navidad para Le Barroux y es, como ya el título lo anticipa, la respuesta de Sanmartín (Pontevedra, 1970) al pedido que recibió en un monasterio benedictino de esa ciudad del sur de Francia de escribir un relato navideño. La historia, breve, recrea el espíritu tradicional de esta fiesta con una apariencia tan simple como es profundo su fondo.

El protagonista es un niño de ocho años que no conoce a su padre, porque éste los abandonó hace tiempo, y cuya cariñosa madre muere víctima de una progresiva enfermedad. Una pérdida que lo sacude hasta sus cimientos.

El niño es el que narra lo sucedido en dos momentos temporales: los últimos días junto a su madre, y tres años más tarde, cuando lucha por aferrarse a los recuerdos que le quedan de ella, que se le van desdibujando, mientras pide una señal, como Gedeón, de que todo lo que la madre decía sobre Dios, sobre Belén y la creación, era verdad. En la Nochebuena de ese tercer año de súplicas sucederá un milagro.

El cuento, como queda dicho, es simple pero para saborear sin apuros. Se ha expresado que trata sobre el dolor, aunque parece más apropiado decir que es un cuento sobre la transmisión amorosa de la fe y sobre cómo la gracia actúa en las personas. De hecho, la atmósfera religiosa que se respira a lo largo de todo el cuento bien podría considerarse un personaje más.

La madre les enseña a sus hijos a ver la mano de Dios en cada detalle, les enseña a conocerlo, a rezarle y adorarlo, va a misa con ellos y les cuenta sobre las grandes figuras religiosas.

Esa educación familiar es apenas una de las exquisitas perlas que adornan este relato, engarzado nada menos que con las letanías lauretanas. Porque, bien mirado, el cuento enseña a través de la desdicha de ese niño a orar de modo paciente, perseverante, humilde. Presenta, si se quiere, al sufrimiento como un fuego purificador que lleva a la maduración en la fe. Y es esa maduración la que abre los ojos a las realidades trascendentes. Como en el ruego del ciego Bartimeo: “que pueda ver”.

No sólo es eso. Antes nos habla de cómo el terreno fue abonado para que crezca esa semilla mediante la contemplación, el silencio y el recogimiento en la oración en un lugar reservado del jardín, frente a una escultura de la Virgen.

Muchos son los detalles que incitan a poner en diálogo la anterior novela de Sanmartín con este nuevo relato. Pero baste decir que ambos son como un cuento de hadas y que de ambos cuesta desprenderse una vez acabada la lectura: ya sea porque recrean un mundo en el que sería apetecible vivir, o porque esa forma de vida incita a la reflexión y a la puesta en común con otras personas.

Sanmartín tiene el mérito de crear ambientes tan a contramano de la modernidad, donde se vive sin prisas y en lugares apartados, pero sobre todo en un entorno de bondad, de ternura en el trato y de adoración a Dios que son tan naturales, que terminan por ejercer una misteriosa atracción.

En este cuento, donde todo transcurre en un medio rural, entre campos de cebada y centeno, alejados del ruido y las compras navideñas de la ciudad, aquellos rasgos de dulzura se reflejan en las reuniones hogareñas, en esa madre que les cuenta cada noche un cuento, que pega las figuras rotas del pesebre mientras espera que se cocine un bizcocho o una tarta en el horno, y en las oraciones en familia.

La belleza de Un cuento de Navidad para Le Barroux (que Planeta argentina ofrece solo en versión digital) se ve reforzada por preciosas ilustraciones a carbonilla, obra de Michaela Harrison.

En medio del oscurecimiento de la literatura contemporánea, que hace tiempo ya que no trata sobre estos temas, este cuento delicado y luminoso, que habla del amor maternal de la Virgen, Puerta del Cielo, puede retemplar los espíritus entre aquellos que ya creen, o alumbrar un camino a quienes aún no creen para reconocer la presencia de Dios.